Desde ElPaís desarrollan la información de la siguiente manera (sin editar); Hasta los patos churruscados que cuelgan de los escaparates del Chinatown londinense pueden dar fe de que la frontera irlandesa es uno de los problemas más endiablados del Brexit. En Singapur, adonde también llegan estos palmípedos de alta gama, los llaman “patos londinenses de Irlanda”. Y algo de razón tienen: el pato por excelencia de los restaurantes chinos de la capital británica procede de Sugar Hills Foods, empresa situada en Monaghan, un piquito de la República de Irlanda que se introduce en Irlanda del Norte. En su cortísima travesía desde el huevo hasta el envase, explica Micheál Brody, su consejero delegado, cada pato ha cruzado la frontera irlandesa al menos cinco veces.
Claro que aquí la frontera, como tal, no existe. Es solo una línea en los mapas. Un recuerdo de los tiempos a los que nadie quiere volver. Y, de repente, el principal obstáculo para el avance de las negociaciones del Brexit.
Dieciocho meses después del referéndum, lo único claro es que resulta difícil acomodar las dos premisas de la postura británica: una, que Reino Unido esté fuera del mercado único y de la unión aduanera; dos, que siga sin existir una frontera física entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda. Londres, defiende Dublín, ha subestimado la magnitud de las implicaciones del Brexit para la isla de Irlanda.
El irlandés es uno de los tres asuntos, junto a la factura del divorcio y los derechos de los europeos en Reino Unido, en los que las dos partes acordaron que debe haber un “progreso suficiente” antes de empezar a hablar de la relación futura. El objetivo de Londres es que, en la cumbre europea de diciembre, los Veintisiete acepten empezar a hablar de comercio. El acuerdo en los otros dos temas parece al alcance de la mano, y May confiaba en que todos aceptarían dejar el asunto irlandés para más adelante. Entonces Dublín reaccionó.
El Gobierno del joven Leo Varadkar, primer ministro irlandés desde junio, amenaza con vetar el avance de las negociaciones si no obtiene garantías de que habrá una solución a medida para los problemas específicos de la isla. Europa ha cerrado filas en torno a su pequeño socio. Del enfado del sector duro del Brexit da fe el hecho de que el tabloide The Sun, desde un editorial, pidiera a Varadkar la semana pasada que “cierre la boca y madure”.
Dos factores complican aún más la resolución del problema: primero, el hecho de que el Gobierno de May, tras perder la mayoría absoluta en junio, depende de los unionistas del DUP, contrarios a cualquier medida que aleje a Irlanda del Norte de Londres; segundo, la propia crisis política en la que se encuentra sumida la región, que lleva sin Gobierno regional desde enero.
A nivel comercial, en esta isla el Brexit “equivale a separar dos hermanos siameses”, explica Anne Lanegan, de la agencia de exportaciones irlandesa. Pero la frontera, se cansan de repetir sus habitantes, es mucho más que comercio.
Es, por ejemplo, la línea invisible que separa Donegal de Derry. Ambos municipios experimentaron un ilusionante crecimiento en los últimos años, pero se dieron cuenta de que este, como explica su regidor, John Kelpie, “estaba limitado a 180 grados”. En 2015 decidieron unirse y crear una región de 360 grados que abarcaba dos países. Una zona económica y administrativa única. Un año después, llegó el Brexit. “El 10% de la gente de Derry vive al otro lado, es evidente que no podemos imaginar ningún tipo de frontera”, explica Kelpie. “Hay 50 pasos fronterizos asfaltados entre los dos municipios, sería imposible de controlar”.
El Acuerdo de Viernes Santo, que en 1998 puso fin a 30 años de conflicto armado, corrió un velo sobre las espinosas cuestiones identitarias de la isla. Nadie concibe una reedición del conflicto, pero basta pasearse por Derry para comprobar que la división sectaria que lo alimentó está lejos de resolverse. Jim Roddy, alto funcionario local de Derry, advierte de que “la actividad paramilitar y las agresiones han crecido enormemente en el último año, sobre todo entre la gente joven”. “La división crea el contexto para que la gente vuelva a radicalizarse”, explica, “y problemas como el Brexit devuelven a la gente a sus posiciones de partida”.
Aquí resulta evidente que, sea cual sea la solución, difícilmente pasará por la imposición de una frontera física. Londres ha hablado de una frontera suave, con cámaras y tecnología en vez de barreras y agentes, pero tampoco eso parece convencer a los habitantes de la frontera. “Si ponen cámaras, los granjeros las derribarán. Entonces tendrá que venir la policía y, al final, el Ejército. Nadie tiene el dinero ni el deseo de militarizar la frontera”, explica Denis Bradley, exsacerdote católico y miembro del Grupo Consultivo sobre Irlanda del Norte. “La política solo funciona en crisis y ahora estamos en crisis. Es una oportunidad de oro para enfrentarnos a los problemas que no hemos resuelto. Reino Unido debe tomar la decisión: mantener a Irlanda del Norte en la unión aduanera o perderla''.
Claro que aquí la frontera, como tal, no existe. Es solo una línea en los mapas. Un recuerdo de los tiempos a los que nadie quiere volver. Y, de repente, el principal obstáculo para el avance de las negociaciones del Brexit.
Dieciocho meses después del referéndum, lo único claro es que resulta difícil acomodar las dos premisas de la postura británica: una, que Reino Unido esté fuera del mercado único y de la unión aduanera; dos, que siga sin existir una frontera física entre Irlanda del Norte y la República de Irlanda. Londres, defiende Dublín, ha subestimado la magnitud de las implicaciones del Brexit para la isla de Irlanda.
El irlandés es uno de los tres asuntos, junto a la factura del divorcio y los derechos de los europeos en Reino Unido, en los que las dos partes acordaron que debe haber un “progreso suficiente” antes de empezar a hablar de la relación futura. El objetivo de Londres es que, en la cumbre europea de diciembre, los Veintisiete acepten empezar a hablar de comercio. El acuerdo en los otros dos temas parece al alcance de la mano, y May confiaba en que todos aceptarían dejar el asunto irlandés para más adelante. Entonces Dublín reaccionó.
El Gobierno del joven Leo Varadkar, primer ministro irlandés desde junio, amenaza con vetar el avance de las negociaciones si no obtiene garantías de que habrá una solución a medida para los problemas específicos de la isla. Europa ha cerrado filas en torno a su pequeño socio. Del enfado del sector duro del Brexit da fe el hecho de que el tabloide The Sun, desde un editorial, pidiera a Varadkar la semana pasada que “cierre la boca y madure”.
Dos factores complican aún más la resolución del problema: primero, el hecho de que el Gobierno de May, tras perder la mayoría absoluta en junio, depende de los unionistas del DUP, contrarios a cualquier medida que aleje a Irlanda del Norte de Londres; segundo, la propia crisis política en la que se encuentra sumida la región, que lleva sin Gobierno regional desde enero.
A nivel comercial, en esta isla el Brexit “equivale a separar dos hermanos siameses”, explica Anne Lanegan, de la agencia de exportaciones irlandesa. Pero la frontera, se cansan de repetir sus habitantes, es mucho más que comercio.
Es, por ejemplo, la línea invisible que separa Donegal de Derry. Ambos municipios experimentaron un ilusionante crecimiento en los últimos años, pero se dieron cuenta de que este, como explica su regidor, John Kelpie, “estaba limitado a 180 grados”. En 2015 decidieron unirse y crear una región de 360 grados que abarcaba dos países. Una zona económica y administrativa única. Un año después, llegó el Brexit. “El 10% de la gente de Derry vive al otro lado, es evidente que no podemos imaginar ningún tipo de frontera”, explica Kelpie. “Hay 50 pasos fronterizos asfaltados entre los dos municipios, sería imposible de controlar”.
El Acuerdo de Viernes Santo, que en 1998 puso fin a 30 años de conflicto armado, corrió un velo sobre las espinosas cuestiones identitarias de la isla. Nadie concibe una reedición del conflicto, pero basta pasearse por Derry para comprobar que la división sectaria que lo alimentó está lejos de resolverse. Jim Roddy, alto funcionario local de Derry, advierte de que “la actividad paramilitar y las agresiones han crecido enormemente en el último año, sobre todo entre la gente joven”. “La división crea el contexto para que la gente vuelva a radicalizarse”, explica, “y problemas como el Brexit devuelven a la gente a sus posiciones de partida”.
Aquí resulta evidente que, sea cual sea la solución, difícilmente pasará por la imposición de una frontera física. Londres ha hablado de una frontera suave, con cámaras y tecnología en vez de barreras y agentes, pero tampoco eso parece convencer a los habitantes de la frontera. “Si ponen cámaras, los granjeros las derribarán. Entonces tendrá que venir la policía y, al final, el Ejército. Nadie tiene el dinero ni el deseo de militarizar la frontera”, explica Denis Bradley, exsacerdote católico y miembro del Grupo Consultivo sobre Irlanda del Norte. “La política solo funciona en crisis y ahora estamos en crisis. Es una oportunidad de oro para enfrentarnos a los problemas que no hemos resuelto. Reino Unido debe tomar la decisión: mantener a Irlanda del Norte en la unión aduanera o perderla''.
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