Pese a que desde 'El Norte de Irlanda' hay diversos puntos del artículo que os proponemos hoy que no compartimos, sí consideramos que por la multitud de datos objetivos que se dan es más que interesante para los potenciales lectores de la página.
Desde magazinedigital.com (sin editar) desarrolan la información de la siguiente manera; Un euro con noventa. Se puede pagar con tarjeta en la cabina el cobrador o con el viejo sistema de lanzar las monedas a un cesto metálico. Si no se tiene suelto, el conductor de detrás, lejos de darle prisa o increparle, se ofrecerá para darle cambio. Uno con noventa céntimos y se levantará la barrera del peaje de la M1, la autopista que lleva de Dublín a Belfast, del euro a la libra, de los kilómetros a las millas, de la unión al divorcio, de Europa –ese ideal meditabundo– al Brexit, ese espectro que respira pero no acaba de tomar cuerpo.
Esta fue hasta hace 20 años una de las fronteras más calientes de Europa, con sus controles, sus preguntas sin florituras tipo: “documentos, ¿de dónde vienen? ¿adónde van?”, sus metralletas, puestos de observación, bombas y muertos. Ahora no hay ni rastro de todo ello, ni mirando con lupa: sólo carteles de “money change” y plafones que publicitan bares, tiendas, talleres de coches, hoteles de carretera regentados por gente que cada día mira el cambio de divisas y va a comprar o poner gasolina al norte o al sur, según les convenga, sin mirar a qué zona irán, si católica o protestante. ¿Podrán seguir haciéndolo tan libre y cómodamente cuando se dé luz verde al Brexit?
Pese a que votaron ampliamente (56%) por quedarse en la UE, los seis condados norirlandeses que pertenecen al Reino Unido abandonarán Europa, y esa frontera (física y mental) que tanto ha costado extirpar, gracias en parte a miles de millones de fondos comunitarios, amenaza con reverdecer. El Brexit pone en tela de juicio la recuperación económica y, sobre todo, el proceso de paz que hasta ahora ha mostrado entereza y sentido común.
La UE tenía previstos 3.500 millones en ayudas para la provincia hasta el 2020, sobre todo para edificar la paz y sostener el campo y la pesca: el 87% de los ingresos de los agricultores norirlandeses sale de los fondos comunitarios.
La autopista vadea Drogheda, sortea Dundalk (última urbe irlandesa), se adentra en Newry (primera británica) y desemboca en Belfast, ciudad que en los últimos años ha hecho acto de contrición, ha aprendido a maquillar sus heridas y ha arriado la bandera del odio que tanta mala fama internacional le dio. En su lugar ondea la del turismo, la reconciliación y las inversiones, aunque ahora se les ha añadido la de los interrogantes. ¿Qué pasará con el Brexit? “I don’t know”, “I dunno”, “I donno”, “dontnoi”, responden en sus distintos acentos la animadora turística Gayle Campbell, a bordo del SS Nomadic; el gaitero Connor Mallon, que toca en el pub Five Points; Gregory Szum, jefe de sala del Deane’s Deli, del chef estrellado Michael Deane; la bióloga Alice Moore, que trabaja en la Calzada del Gigante. “No lo sé, no lo sé”, repiten. “Hemos superado la confrontación sectaria, luego tuvimos unos años boyantes a los que siguió la crisis económica. No queremos otra por el Brexit, gracias”, resume Allan, funcionario de Coleraine y que sigue paseando por el paraje de Mussenden Temple, como lo hacía con su esposa, fallecida hace dos años.
Destrucción, reconstrucción, regeneración, consolidación, incertidumbre. Ese es el oleaje político, económico y mental de una provincia siempre aferrada al clavo ardiendo y que celebra cada alegría con intensidad por miedo a no vivir otra en mucho tiempo. La última, este verano, con su selección de fútbol. Acto seguido llegó el Brexit. ¿Una catástrofe?
Lo cierto es que el acercamiento de las dos Irlandas no se entiende sin la UE, tampoco el proceso de paz, ni muchos otros asuntos que se cuecen en los despachos del 74-76 de Dublin Road. A la espera de lo que suceda en las próximas semanas entre los equipos negociadores, la oficina de la UE en Irlanda del Norte sigue abriendo como cada día. A su directora ejecutiva, Colette Fitzgerald, la procesión le va por dentro, pero despliega optimismo: “Seguimos trabajando como cualquier día, seguimos recibiendo peticiones de ayudas, los programas que ya tienen financiación comprometida se llevarán a cabo”, confirma. ¿Y el futuro de la oficina? “No quiero especular –responde– mientras no se active el artículo 50 para dejar la UE, las cosas siguen igual”. Cuando se active, sonarán las alarmas en algunos sectores productivos de Irlanda del Norte, que entre el 2007 y el 2013 recibió 3.449 millones de euros y donde según el paquete de ayudas, del 2014 hasta, en teoría, el 2020, se invertirán otros 3.533.
En el periplo por la provincia, la placa plateada con la bandera comunitaria del Plan de Desarrollo Europeo está presente en muchas obras civiles (el puente de la Paz, en Derry), en atracciones turísticas (centro de visitantes de la Calzada del Gigante), hoteles, bed and breakfast… Aun así, la inmensa mayoría del dinero va a parar a la promoción de la paz entre católicos-republicanos y protestantes-monárquicos, pero sobre todo, a la agricultura y la pesca. El 73% de todas las ayudas comunitarias se destina al campo. “Dejo una sola cifra encima de la mesa –reivindica Fitzgerald–, el 87% de los ingresos de los agricultores en Irlanda del Norte proviene de subvenciones europeas”. Fuera de la UE, insinúa la jefa de la delegación comunitaria en Belfast, debería ser Westminster quien aportase todas esas ayudas.
No será el caso; a tenor de la respuesta reciente de David Davies, ministro británico encargado de negociar la salida, algunas partidas de ayuda tienen los días contados: “Es obvio que las grandes infraestructuras turísticas o de obra civil de los últimos años han sido apoyadas por la UE; eso, tarde o temprano se acabará”.
Hay voces, como la de la norirlandesa Jane Morrice, miembro del Comité Económico y Social de la UE, que consideran que Irlanda del Norte debería “recibir un estatus especial basado en la premisa de que el proceso de paz es demasiado valioso para ponerlo en riesgo”, explica. Morrice, clave en la creación del programa Peace de reconciliación y en su momento figura del partido político Coalición de Mujeres, cree que sólo ese estatus puede prolongar “el progreso económico” de la región: “La agricultura y la pesca de Irlanda del Norte necesitan ser protegidas (de los efectos del Brexit)”, reivindica.
Para todos los primeros ministros desde finales de los años sesenta, Irlanda del Norte siempre ha sido, por una cosa u otra, un quebradero de cabeza en el que, para más inri, y cosa paradójica, ¡apenas tienen apoyo electoral! “La presencia del partido conservador o del laborista en Irlanda del Norte es marginal. De hecho, los tories no tienen ni un solo concejal. Quien se crea que un gobierno conservador en Westminster va a reemplazar a la UE poniendo el dinero equivalente a los fondos comunitarios para invertir en la provincia se ha vuelto completamente loco”, afirma Adrian Kerr, director del Free Derry Museum, que recoge toda la historia del conflicto sectario (los Troubles) en la segunda ciudad de Irlanda del Norte, incluido su episodio más trágico, el Domingo Sangriento (Bloody Sunday) de enero de 1972, en el que murieron 14 manifestantes católicos acribillados por las balas del ejército británico. El museo ha reabierto sus puertas después de una renovación de dos años, subvencionado en parte por la Unión Europea, igual que el Siege Museum (museo del asedio), que conmemora la resistencia de los protestantes de Derry ante las embestidas de las tropas católicas a finales del XVII.
“El Brexit es una muy muy muy mala maniobra –analiza Kerr–, puesto que dependemos mucho de la financiación de Europa, que a través de los programas Peace ha ayudado mucho a que las dos comunidades dialoguen e intenten reconciliarse poniendo dinero en numerosos proyectos de acercamiento”. Cuando falta un año para el vigésimo aniversario de los acuerdos de Viernes Santo de 1998 que sentaban las bases para la paz en el Ulster, aún vale una portada que tres escuelas de distintas confesiones (Derry News, 2 de diciembre pasado) trabajen conjuntamente para luchar contra el sectarismo, la violencia verbal o para fomentar el conocimiento del otro.
“El Brexit –insiste Adrian Kerr– puede ser una amenaza para el proceso de paz. Si se va el dinero europeo, parte de la población quedará desencantada y puede ayudar a los extremistas de ambos bandos… espero que no”. Colette Fitzgerald, de la oficina de la UE en Belfast, cree que además del “motor económico” para impulsar el proceso de paz, está “el motor político: el ingreso de ambos Estados en Europa en 1973 igualó la relación entre el Reino Unido e Irlanda, y la visita de la Reina en el 2011 a la República sirvió para curar heridas”.
Unas niñas pasan por delante de un mural de homenaje a los 90 años de Isabel II en Lower Shankill, el área donde viven los protestantes de clase media baja separada por muros de cuatro metros de alto y cuatro kilómetros de largo del barrio de Falls, bastión de la clase media baja católica. Dos mundos otrora enfrentados a sangre y fuego (atentados, asesinatos, quema de calles enteras, odio indescriptible) que hoy en día conviven lo mejor que pueden, se soportan y hasta en ocasiones, colaboran. Los republicanos aceptan trabajos en áreas lealistas y viceversa, algo impensable hace unos pocos años en la ciudad de los grupos paramilitares de tres siglas: IRA, UDA, UVF, UFF.
“La gente dirá que de aspecto, católicos y protestantes somos iguales, a la hora de comer, de vestir, de beber. Y es cierto: en tu barrio te conocía todo el mundo, pero si se te ocurría ir al otro enseguida te preguntaban: ‘¿quién eres?, ¿qué buscas?’. Estabas perdido”, recuerda Joel Mann, protestante que no pisó el área católica hasta hace muy poco, cuando decidió dedicarse a ser guía turístico llevando su propio taxi. Una de sus rutas imprescindibles es la de los murales políticos, el Memorial católico de Bombay Street o el Muro de la Paz en el que millones de turistas anónimos y famosos (Bill Clinton, Nelson Mandela…) han dejado sus mensajes de concordia. Se construyó en 1971 de manera provisional para apaciguar los ánimos. Tenía que durar un año. El derribo está previsto en el 2023.
Joel Mann aparca el coche en la explanada de Lower Shankill, una modesta Capilla Sixtina de murales políticos protestantes en Belfast. Algunos siguen recordando el pasado, las letanías militares, el recuerdo a los caídos, pero también hay algunos pintados sobre los viejos. La imagen de estos se conserva en un pequeño póster junto a la nueva creación que recuerda momentos alegres de los años más duros. Un ejemplo es la pintada “fiebre del oro 1969”, que rememora un pequeño hallazgo de monedas que quedaron a la vista tras el derrumbe de una casa y que hicieron las delicias de los niños).
Con todo, a Mann todavía le cuesta decir en la zona católica que es de la protestante. “Digo que soy de Belfast. La primera vez que entré en el taxi en Falls, me perdí, claro, no había estado nunca, y tuve que preguntar, me puse nervioso…”. Diez años después, a pocos metros de él, un grupo de turistas franceses fotografían los murales nuevos y viejos, militares y pacifistas. Entre el grupo hay un hombre con sentimientos encontrados, prefiere no decir su nombre (algo habitual en la provincia). Sólo después de insistir un poco, revela con un susurro: “Me crié en Falls, la parte católica, esta es la primera vez en mis 47 años de vida que piso el otro lado. Las cosas han cambiado mucho, pero uno sigue pensándose muy mucho decir de dónde es”.
“Yo cuando tenía 16 años sólo quería hacer daño, matar al otro. Nuestros hijos no entienden ese pasado ni que les digamos ‘no vayas allá’ o ‘no hagas esto’”, confiesa Joel Mann, mientras conduce cerca del Bombay Street Memorial, justo al otro lado del muro, construido en recuerdo de los católicos que fallecieron en un incendio provocado por protestantes a finales de los sesenta. “Lo cierto –confiesa Mann– es que el Brexit ha remarcado la división que existe entre las dos comunidades y puede suponer un paso atrás en el proceso de paz. Más allá de la frontera que puedan o no poder, las barreras más fuertes son las mentales”, confiesa.
La frontera. Todo el mundo habla de ella, pero sin saber cómo será. “No me imagino que vuelven a poner una frontera física, como las de antes y con los controles de antes. Espero que se limiten a los aeropuertos y los puertos marítimos”, cuenta Alice Moore, bióloga que trabaja en la Calzada del Gigante, paisaje único en el mundo y patrimonio de la Unesco desde 1986, que está en la costa de Antrim, entre Belfast y Derry. “Nos ha costado mucho llegar hasta aquí. En los años noventa nadie quería venir, vendíamos golf y paisaje, pero no había manera”, cuenta Gayle Campbell, a bordo del SS Nomadic, la lanzadera que utilizaba el Titanic para llevar a sus pasajeros a puerto, la única nave superviviente de aquella compañía, la White Star Line. Su restauración se ha hecho con fondos europeos. Irlanda del Norte ha salido a flote después de sus múltiples naufragios, y el del Titanic, construido en los astilleros de Belfast, sirve hoy como gran atractivo turístico.
Adrian Kerr, director del Free Derry Museum, no se imagina “una frontera electrónica (e-border) en la que se controlen la entrada y la salida de vehículos por cámara. Eso –alega– no impedirá que entren o salgan inmigrantes simpapeles. El endurecimiento será inevitable. ¿Cómo? No lo saben ni ellos”, critica.
Una de las curiosidades de toda esta historia es que, pese a la votación, el debate, el proceso de salida, el miedo a que el proceso de paz se deteriore, la posible pérdida de subvenciones, todos los norirlandeses (con o sin Brexit) tienen derecho a la doble nacionalidad británico-irlandesa, y por tanto a un pasaporte de la UE. Desde la votación del 23 de junio, las autoridades irlandesas han rozado el colapso en la expedición de pasaportes: a los habituales se ha sumado miles de ciudadanos de origen irlandés (pero de pasaporte británico) que saben que la pertenencia a la UE permite la libre circulación por sus países. El año pasado se rompió la barrera de los 700.000 documentos expedidos. En el 2019 se calcula que serán un millón. Como dice el personaje que interpreta Clint Eastwood en Million Dollar Baby, “en cualquier parte del mundo siempre hay irlandeses o gente que quiere serlo”. No importa el Brexit, ni la crisis, ni el pasado, ni la incertidumbre, ni la frontera.
Desde magazinedigital.com (sin editar) desarrolan la información de la siguiente manera; Un euro con noventa. Se puede pagar con tarjeta en la cabina el cobrador o con el viejo sistema de lanzar las monedas a un cesto metálico. Si no se tiene suelto, el conductor de detrás, lejos de darle prisa o increparle, se ofrecerá para darle cambio. Uno con noventa céntimos y se levantará la barrera del peaje de la M1, la autopista que lleva de Dublín a Belfast, del euro a la libra, de los kilómetros a las millas, de la unión al divorcio, de Europa –ese ideal meditabundo– al Brexit, ese espectro que respira pero no acaba de tomar cuerpo.
Esta fue hasta hace 20 años una de las fronteras más calientes de Europa, con sus controles, sus preguntas sin florituras tipo: “documentos, ¿de dónde vienen? ¿adónde van?”, sus metralletas, puestos de observación, bombas y muertos. Ahora no hay ni rastro de todo ello, ni mirando con lupa: sólo carteles de “money change” y plafones que publicitan bares, tiendas, talleres de coches, hoteles de carretera regentados por gente que cada día mira el cambio de divisas y va a comprar o poner gasolina al norte o al sur, según les convenga, sin mirar a qué zona irán, si católica o protestante. ¿Podrán seguir haciéndolo tan libre y cómodamente cuando se dé luz verde al Brexit?
Pese a que votaron ampliamente (56%) por quedarse en la UE, los seis condados norirlandeses que pertenecen al Reino Unido abandonarán Europa, y esa frontera (física y mental) que tanto ha costado extirpar, gracias en parte a miles de millones de fondos comunitarios, amenaza con reverdecer. El Brexit pone en tela de juicio la recuperación económica y, sobre todo, el proceso de paz que hasta ahora ha mostrado entereza y sentido común.
La UE tenía previstos 3.500 millones en ayudas para la provincia hasta el 2020, sobre todo para edificar la paz y sostener el campo y la pesca: el 87% de los ingresos de los agricultores norirlandeses sale de los fondos comunitarios.
La autopista vadea Drogheda, sortea Dundalk (última urbe irlandesa), se adentra en Newry (primera británica) y desemboca en Belfast, ciudad que en los últimos años ha hecho acto de contrición, ha aprendido a maquillar sus heridas y ha arriado la bandera del odio que tanta mala fama internacional le dio. En su lugar ondea la del turismo, la reconciliación y las inversiones, aunque ahora se les ha añadido la de los interrogantes. ¿Qué pasará con el Brexit? “I don’t know”, “I dunno”, “I donno”, “dontnoi”, responden en sus distintos acentos la animadora turística Gayle Campbell, a bordo del SS Nomadic; el gaitero Connor Mallon, que toca en el pub Five Points; Gregory Szum, jefe de sala del Deane’s Deli, del chef estrellado Michael Deane; la bióloga Alice Moore, que trabaja en la Calzada del Gigante. “No lo sé, no lo sé”, repiten. “Hemos superado la confrontación sectaria, luego tuvimos unos años boyantes a los que siguió la crisis económica. No queremos otra por el Brexit, gracias”, resume Allan, funcionario de Coleraine y que sigue paseando por el paraje de Mussenden Temple, como lo hacía con su esposa, fallecida hace dos años.
Destrucción, reconstrucción, regeneración, consolidación, incertidumbre. Ese es el oleaje político, económico y mental de una provincia siempre aferrada al clavo ardiendo y que celebra cada alegría con intensidad por miedo a no vivir otra en mucho tiempo. La última, este verano, con su selección de fútbol. Acto seguido llegó el Brexit. ¿Una catástrofe?
Lo cierto es que el acercamiento de las dos Irlandas no se entiende sin la UE, tampoco el proceso de paz, ni muchos otros asuntos que se cuecen en los despachos del 74-76 de Dublin Road. A la espera de lo que suceda en las próximas semanas entre los equipos negociadores, la oficina de la UE en Irlanda del Norte sigue abriendo como cada día. A su directora ejecutiva, Colette Fitzgerald, la procesión le va por dentro, pero despliega optimismo: “Seguimos trabajando como cualquier día, seguimos recibiendo peticiones de ayudas, los programas que ya tienen financiación comprometida se llevarán a cabo”, confirma. ¿Y el futuro de la oficina? “No quiero especular –responde– mientras no se active el artículo 50 para dejar la UE, las cosas siguen igual”. Cuando se active, sonarán las alarmas en algunos sectores productivos de Irlanda del Norte, que entre el 2007 y el 2013 recibió 3.449 millones de euros y donde según el paquete de ayudas, del 2014 hasta, en teoría, el 2020, se invertirán otros 3.533.
En el periplo por la provincia, la placa plateada con la bandera comunitaria del Plan de Desarrollo Europeo está presente en muchas obras civiles (el puente de la Paz, en Derry), en atracciones turísticas (centro de visitantes de la Calzada del Gigante), hoteles, bed and breakfast… Aun así, la inmensa mayoría del dinero va a parar a la promoción de la paz entre católicos-republicanos y protestantes-monárquicos, pero sobre todo, a la agricultura y la pesca. El 73% de todas las ayudas comunitarias se destina al campo. “Dejo una sola cifra encima de la mesa –reivindica Fitzgerald–, el 87% de los ingresos de los agricultores en Irlanda del Norte proviene de subvenciones europeas”. Fuera de la UE, insinúa la jefa de la delegación comunitaria en Belfast, debería ser Westminster quien aportase todas esas ayudas.
No será el caso; a tenor de la respuesta reciente de David Davies, ministro británico encargado de negociar la salida, algunas partidas de ayuda tienen los días contados: “Es obvio que las grandes infraestructuras turísticas o de obra civil de los últimos años han sido apoyadas por la UE; eso, tarde o temprano se acabará”.
Hay voces, como la de la norirlandesa Jane Morrice, miembro del Comité Económico y Social de la UE, que consideran que Irlanda del Norte debería “recibir un estatus especial basado en la premisa de que el proceso de paz es demasiado valioso para ponerlo en riesgo”, explica. Morrice, clave en la creación del programa Peace de reconciliación y en su momento figura del partido político Coalición de Mujeres, cree que sólo ese estatus puede prolongar “el progreso económico” de la región: “La agricultura y la pesca de Irlanda del Norte necesitan ser protegidas (de los efectos del Brexit)”, reivindica.
Para todos los primeros ministros desde finales de los años sesenta, Irlanda del Norte siempre ha sido, por una cosa u otra, un quebradero de cabeza en el que, para más inri, y cosa paradójica, ¡apenas tienen apoyo electoral! “La presencia del partido conservador o del laborista en Irlanda del Norte es marginal. De hecho, los tories no tienen ni un solo concejal. Quien se crea que un gobierno conservador en Westminster va a reemplazar a la UE poniendo el dinero equivalente a los fondos comunitarios para invertir en la provincia se ha vuelto completamente loco”, afirma Adrian Kerr, director del Free Derry Museum, que recoge toda la historia del conflicto sectario (los Troubles) en la segunda ciudad de Irlanda del Norte, incluido su episodio más trágico, el Domingo Sangriento (Bloody Sunday) de enero de 1972, en el que murieron 14 manifestantes católicos acribillados por las balas del ejército británico. El museo ha reabierto sus puertas después de una renovación de dos años, subvencionado en parte por la Unión Europea, igual que el Siege Museum (museo del asedio), que conmemora la resistencia de los protestantes de Derry ante las embestidas de las tropas católicas a finales del XVII.
“El Brexit es una muy muy muy mala maniobra –analiza Kerr–, puesto que dependemos mucho de la financiación de Europa, que a través de los programas Peace ha ayudado mucho a que las dos comunidades dialoguen e intenten reconciliarse poniendo dinero en numerosos proyectos de acercamiento”. Cuando falta un año para el vigésimo aniversario de los acuerdos de Viernes Santo de 1998 que sentaban las bases para la paz en el Ulster, aún vale una portada que tres escuelas de distintas confesiones (Derry News, 2 de diciembre pasado) trabajen conjuntamente para luchar contra el sectarismo, la violencia verbal o para fomentar el conocimiento del otro.
“El Brexit –insiste Adrian Kerr– puede ser una amenaza para el proceso de paz. Si se va el dinero europeo, parte de la población quedará desencantada y puede ayudar a los extremistas de ambos bandos… espero que no”. Colette Fitzgerald, de la oficina de la UE en Belfast, cree que además del “motor económico” para impulsar el proceso de paz, está “el motor político: el ingreso de ambos Estados en Europa en 1973 igualó la relación entre el Reino Unido e Irlanda, y la visita de la Reina en el 2011 a la República sirvió para curar heridas”.
Unas niñas pasan por delante de un mural de homenaje a los 90 años de Isabel II en Lower Shankill, el área donde viven los protestantes de clase media baja separada por muros de cuatro metros de alto y cuatro kilómetros de largo del barrio de Falls, bastión de la clase media baja católica. Dos mundos otrora enfrentados a sangre y fuego (atentados, asesinatos, quema de calles enteras, odio indescriptible) que hoy en día conviven lo mejor que pueden, se soportan y hasta en ocasiones, colaboran. Los republicanos aceptan trabajos en áreas lealistas y viceversa, algo impensable hace unos pocos años en la ciudad de los grupos paramilitares de tres siglas: IRA, UDA, UVF, UFF.
“La gente dirá que de aspecto, católicos y protestantes somos iguales, a la hora de comer, de vestir, de beber. Y es cierto: en tu barrio te conocía todo el mundo, pero si se te ocurría ir al otro enseguida te preguntaban: ‘¿quién eres?, ¿qué buscas?’. Estabas perdido”, recuerda Joel Mann, protestante que no pisó el área católica hasta hace muy poco, cuando decidió dedicarse a ser guía turístico llevando su propio taxi. Una de sus rutas imprescindibles es la de los murales políticos, el Memorial católico de Bombay Street o el Muro de la Paz en el que millones de turistas anónimos y famosos (Bill Clinton, Nelson Mandela…) han dejado sus mensajes de concordia. Se construyó en 1971 de manera provisional para apaciguar los ánimos. Tenía que durar un año. El derribo está previsto en el 2023.
Joel Mann aparca el coche en la explanada de Lower Shankill, una modesta Capilla Sixtina de murales políticos protestantes en Belfast. Algunos siguen recordando el pasado, las letanías militares, el recuerdo a los caídos, pero también hay algunos pintados sobre los viejos. La imagen de estos se conserva en un pequeño póster junto a la nueva creación que recuerda momentos alegres de los años más duros. Un ejemplo es la pintada “fiebre del oro 1969”, que rememora un pequeño hallazgo de monedas que quedaron a la vista tras el derrumbe de una casa y que hicieron las delicias de los niños).
Con todo, a Mann todavía le cuesta decir en la zona católica que es de la protestante. “Digo que soy de Belfast. La primera vez que entré en el taxi en Falls, me perdí, claro, no había estado nunca, y tuve que preguntar, me puse nervioso…”. Diez años después, a pocos metros de él, un grupo de turistas franceses fotografían los murales nuevos y viejos, militares y pacifistas. Entre el grupo hay un hombre con sentimientos encontrados, prefiere no decir su nombre (algo habitual en la provincia). Sólo después de insistir un poco, revela con un susurro: “Me crié en Falls, la parte católica, esta es la primera vez en mis 47 años de vida que piso el otro lado. Las cosas han cambiado mucho, pero uno sigue pensándose muy mucho decir de dónde es”.
“Yo cuando tenía 16 años sólo quería hacer daño, matar al otro. Nuestros hijos no entienden ese pasado ni que les digamos ‘no vayas allá’ o ‘no hagas esto’”, confiesa Joel Mann, mientras conduce cerca del Bombay Street Memorial, justo al otro lado del muro, construido en recuerdo de los católicos que fallecieron en un incendio provocado por protestantes a finales de los sesenta. “Lo cierto –confiesa Mann– es que el Brexit ha remarcado la división que existe entre las dos comunidades y puede suponer un paso atrás en el proceso de paz. Más allá de la frontera que puedan o no poder, las barreras más fuertes son las mentales”, confiesa.
La frontera. Todo el mundo habla de ella, pero sin saber cómo será. “No me imagino que vuelven a poner una frontera física, como las de antes y con los controles de antes. Espero que se limiten a los aeropuertos y los puertos marítimos”, cuenta Alice Moore, bióloga que trabaja en la Calzada del Gigante, paisaje único en el mundo y patrimonio de la Unesco desde 1986, que está en la costa de Antrim, entre Belfast y Derry. “Nos ha costado mucho llegar hasta aquí. En los años noventa nadie quería venir, vendíamos golf y paisaje, pero no había manera”, cuenta Gayle Campbell, a bordo del SS Nomadic, la lanzadera que utilizaba el Titanic para llevar a sus pasajeros a puerto, la única nave superviviente de aquella compañía, la White Star Line. Su restauración se ha hecho con fondos europeos. Irlanda del Norte ha salido a flote después de sus múltiples naufragios, y el del Titanic, construido en los astilleros de Belfast, sirve hoy como gran atractivo turístico.
Adrian Kerr, director del Free Derry Museum, no se imagina “una frontera electrónica (e-border) en la que se controlen la entrada y la salida de vehículos por cámara. Eso –alega– no impedirá que entren o salgan inmigrantes simpapeles. El endurecimiento será inevitable. ¿Cómo? No lo saben ni ellos”, critica.
Una de las curiosidades de toda esta historia es que, pese a la votación, el debate, el proceso de salida, el miedo a que el proceso de paz se deteriore, la posible pérdida de subvenciones, todos los norirlandeses (con o sin Brexit) tienen derecho a la doble nacionalidad británico-irlandesa, y por tanto a un pasaporte de la UE. Desde la votación del 23 de junio, las autoridades irlandesas han rozado el colapso en la expedición de pasaportes: a los habituales se ha sumado miles de ciudadanos de origen irlandés (pero de pasaporte británico) que saben que la pertenencia a la UE permite la libre circulación por sus países. El año pasado se rompió la barrera de los 700.000 documentos expedidos. En el 2019 se calcula que serán un millón. Como dice el personaje que interpreta Clint Eastwood en Million Dollar Baby, “en cualquier parte del mundo siempre hay irlandeses o gente que quiere serlo”. No importa el Brexit, ni la crisis, ni el pasado, ni la incertidumbre, ni la frontera.
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