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jueves, 30 de octubre de 2025

Rose Dugdale: la heredera que eligió la revolución (NR)

Nos informa un lector del blog (al que desde aquí agradecemos la información) del interesante artículo de Nueva Revolución que a continuación ponemos, sin editar.

Como es costumbre, animamos a nuestros lectores/as a hacer un ejercicio de lectura crítica, ya que el artículo es de opinión, y como tal, objeto de distintos puntos de vista:

Bridget Rose Dugdale nació el 25 de marzo de 1941 en el seno de una de las familias más acomodadas de Inglaterra. Su infancia transcurrió entre los jardines impecables y los rituales de la alta sociedad británica: sirvientas, internados, el viaje por Europa que marcaba la entrada en la edad adulta y, a los diecisiete años, el baile de debutantes en el Palacio de Buckingham, donde conoció a la reina Isabel II. Su destino parecía escrito: la vida previsible de una mujer aristócrata inglesa, educada para el lujo y el deber. Sin embargo, su vida no obedecería nunca a los guiones establecidos.
 
Desde joven mostró un carácter inconformista, un espíritu crítico que chocaba con la rigidez de su entorno. Aquella muchacha rebelde, que calificó la ceremonia de Buckingham como “uno de esos asuntos pornográficos que cuestan lo que cobran sesenta jubilados en seis meses”, comenzaba a tomar distancia del mundo que la había criado. Estudió Economía en el St. Anne’s College de Oxford, donde su inteligencia y su insolencia la distinguieron pronto.
 
Protestó por la exclusión de las mujeres en los círculos masculinos de debate, se disfrazó de hombre para irrumpir en una asamblea y desafió las normas sociales que mantenían a las mujeres en silencio.
 
En Oxford conoció las ideas que transformarían su visión del mundo. La desigualdad, la opresión y las luchas por los derechos civiles empezaron a ser su verdadera educación. Más tarde, durante su estancia en Estados Unidos para cursar un máster en Filosofía, fue testigo de los movimientos por los derechos civiles y de las protestas contra la guerra de Vietnam. Aquella experiencia le reveló el abismo entre el privilegio y la injusticia, entre quienes mandan y quienes son enviados a morir.
 
De regreso a Londres, comenzó una carrera académica brillante y obtuvo un doctorado en Economía. Sin embargo, su conciencia ya no podía reconciliarse con la vida cómoda que su apellido le garantizaba. A finales de los años sesenta, abandonó su puesto como profesora universitaria, vendió su casa en Chelsea y destinó su parte de la herencia a programas de ayuda alimentaria en barrios pobres. Viajó a Cuba y allí se convenció de que la revolución no era un sueño juvenil, sino una posibilidad real.
 
Su vida cambió definitivamente cuando conoció a Walter Heaton, un exsoldado británico radicalizado con ideas socialistas. Juntos dieron un primer paso hacia la ilegalidad al robar obras de arte y antigüedades en la casa familiar de los Dugdale.
 
Fue arrestada, juzgada y condenada, aunque la pena fue suspendida. En el tribunal, pronunció una frase que la definió para siempre: “Al declararme culpable, pasé de ser una intelectual recalcitrante a una luchadora por la libertad.”
 
A partir de entonces, ya no hubo retorno. Dugdale se unió al Ejército Republicano Irlandés (IRA), la organización que combatía al gobierno británico desde Irlanda del Norte. Primero colaboró en tareas logísticas: recaudación de fondos, compra de armas, refugio a militantes. Pero pronto quiso estar en primera línea. En 1974 protagonizó dos de los episodios más audaces del IRA. El primero, el intento de bombardear una comisaría de policía desde un helicóptero, lanzando jarras de leche llenas de explosivos. El segundo, el famoso robo de 19 obras de arte en Russborough House, entre ellas cuadros de Goya, Velázquez y Vermeer, valorados en más de diez millones de dólares.
El robo, que justificó como un acto político, la convirtió en una de las mujeres más buscadas del Reino Unido. Fue arrestada, juzgada y condenada a nueve años de prisión. Durante el juicio, al enfrentarse a su padre en la sala, le dijo: “Te amo, pero odio todo lo que representas.” Esa frase condensaba el drama de su vida: el amor por la justicia enfrentado a la traición de su clase.
 
En prisión dio a luz a su hijo, fruto de su relación con Eddie Gallagher, miembro del IRA y protagonista de uno de los secuestros más sonados de la época. Tras su liberación en 1980, Dugdale se estableció en Dublín, donde continuó colaborando con el movimiento republicano irlandés y dedicó su vida a causas sociales. Hasta sus últimos días, no mostró arrepentimiento. En una entrevista en 2014 afirmó: “No hay que olvidar que eran tiempos muy emocionantes. Parecía que el mundo podía cambiar.”
 
La vida de Rose Dugdale plantea una pregunta que resuena más allá de su historia: ¿puede la justicia alcanzarse a través de la violencia? ¿Dónde termina la ética y comienza el fanatismo?
 
Dugdale representa la contradicción entre la moral individual y la acción colectiva. Su biografía encarna lo que Albert Camus llamaba la rebelión que se pervierte: el paso de la protesta legítima a la violencia redentora, cuando el individuo deja de cuestionar los medios porque cree que el fin los justifica. Para Camus, el rebelde auténtico lucha contra la injusticia, pero sin convertirse en verdugo. Dugdale, en cambio, cruzó esa frontera. Su sentido de la justicia se transformó en un absoluto que no admitía duda.
 
Su radicalidad también dialoga con Simone Weil, quien escribió que “el deseo de justicia puede volverse injusticia cuando se deja cegar por la pasión”. Rose no fue una simple terrorista ni una heroína romántica. Fue una mujer atravesada por la tensión entre la compasión y la cólera, entre la lucidez moral y la necesidad de acción.
 
Lo que impulsó a Dugdale no fue solo la ideología, sino una culpa de clase. Quiso devolver lo que creía que le había sido robado a los demás. Su vida fue una búsqueda desesperada de coherencia: no soportaba pertenecer a un mundo que se sostenía sobre la injusticia. Vendió sus bienes, renunció a su apellido (*), y quiso convertir su fortuna en un instrumento de reparación. Pero la historia demuestra que cuando la redención se confunde con la destrucción, el resultado es trágico.
 
En el fondo, su vida puede leerse como una tragedia moderna: una mujer culta, brillante, capaz de comprender la desigualdad, pero incapaz de transformar esa comprensión en compasión. Su revolución no nació del odio, sino del exceso de idealismo. Quiso ser útil, quiso ser justa, quiso ser libre. Pero la historia como diría Hegel no perdona las pasiones que olvidan la medida.
Rose Dugdale murió en marzo de 2024, en un asilo de monjas de Dublín (*). Había pasado de los bailes de la nobleza a las celdas de prisión, de los estudios de Oxford al ruido de los explosivos. Su vida fue una espiral entre el privilegio y la subversión, entre la compasión y la violencia.
 
Su figura incomoda porque desobedece todas las categorías: ni víctima ni verdugo, ni heroína ni villana. Representa esa frontera difusa donde el idealismo se vuelve peligroso y donde la lucha por la justicia puede degenerar en dogma.
 
Rose Dugdale encarnó una verdad amarga: el amor a la humanidad no siempre salva al individuo de su propio abismo moral.
 
Como escribió Camus, “quien se entrega totalmente a una idea deja de ver a los hombres.” Rose quiso liberar a los pueblos oprimidos, pero en ese intento se perdió a sí misma. Y sin embargo, su historia tan trágica como fascinante nos obliga a mirar de frente una pregunta que sigue viva: ¿cuánto estamos dispuestos a sacrificar en nombre de la justicia?
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(*) Nos comenta una persona conocedora del entorno cercano de Rose que ''hay algunos errores en el artículo, nunca renunció al apellido, ni cuando se casó, y no falleció en un asilo de monjas''. 

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