Como es costumbre, animamos a nuestros lectores/as a hacer un ejercicio de lectura crítica, ya que el artículo es de opinión, y como tal, objeto de distintos puntos de vista:
Bridget
Rose Dugdale nació el 25 de marzo de 1941 en el seno de una de las
familias más acomodadas de Inglaterra. Su infancia transcurrió entre los
jardines impecables y los rituales de la alta sociedad británica:
sirvientas, internados, el viaje por Europa que marcaba la entrada en la
edad adulta y, a los diecisiete años, el baile de debutantes en el
Palacio de Buckingham, donde conoció a la reina Isabel II. Su destino
parecía escrito: la vida previsible de una mujer aristócrata inglesa,
educada para el lujo y el deber. Sin embargo, su vida no obedecería
nunca a los guiones establecidos.
Desde
joven mostró un carácter inconformista, un espíritu crítico que chocaba
con la rigidez de su entorno. Aquella muchacha rebelde, que calificó la
ceremonia de Buckingham como “uno de esos asuntos pornográficos que
cuestan lo que cobran sesenta jubilados en seis meses”, comenzaba a
tomar distancia del mundo que la había criado. Estudió Economía en el
St. Anne’s College de Oxford, donde su inteligencia y su insolencia la
distinguieron pronto.
Protestó por la exclusión de las mujeres en los
círculos masculinos de debate, se disfrazó de hombre para irrumpir en
una asamblea y desafió las normas sociales que mantenían a las mujeres
en silencio.
En
Oxford conoció las ideas que transformarían su visión del mundo. La
desigualdad, la opresión y las luchas por los derechos civiles empezaron
a ser su verdadera educación. Más tarde, durante su estancia en Estados
Unidos para cursar un máster en Filosofía, fue testigo de los
movimientos por los derechos civiles y de las protestas contra la guerra
de Vietnam. Aquella experiencia le reveló el abismo entre el privilegio
y la injusticia, entre quienes mandan y quienes son enviados a morir.
De
regreso a Londres, comenzó una carrera académica brillante y obtuvo un
doctorado en Economía. Sin embargo, su conciencia ya no podía
reconciliarse con la vida cómoda que su apellido le garantizaba. A
finales de los años sesenta, abandonó su puesto como profesora
universitaria, vendió su casa en Chelsea y destinó su parte de la
herencia a programas de ayuda alimentaria en barrios pobres. Viajó a
Cuba y allí se convenció de que la revolución no era un sueño juvenil,
sino una posibilidad real.
Su
vida cambió definitivamente cuando conoció a Walter Heaton, un
exsoldado británico radicalizado con ideas socialistas. Juntos dieron un
primer paso hacia la ilegalidad al robar obras de arte y antigüedades
en la casa familiar de los Dugdale.
Fue
arrestada, juzgada y condenada, aunque la pena fue suspendida. En el
tribunal, pronunció una frase que la definió para siempre: “Al
declararme culpable, pasé de ser una intelectual recalcitrante a una
luchadora por la libertad.”
A
partir de entonces, ya no hubo retorno. Dugdale se unió al Ejército
Republicano Irlandés (IRA), la organización que combatía al gobierno
británico desde Irlanda del Norte. Primero colaboró en tareas
logísticas: recaudación de fondos, compra de armas, refugio a
militantes. Pero pronto quiso estar en primera línea. En 1974
protagonizó dos de los episodios más audaces del IRA. El primero, el
intento de bombardear una comisaría de policía desde un helicóptero,
lanzando jarras de leche llenas de explosivos. El segundo, el famoso
robo de 19 obras de arte en Russborough House, entre ellas cuadros de
Goya, Velázquez y Vermeer, valorados en más de diez millones de dólares.
El
robo, que justificó como un acto político, la convirtió en una de las
mujeres más buscadas del Reino Unido. Fue arrestada, juzgada y condenada
a nueve años de prisión. Durante el juicio, al enfrentarse a su padre
en la sala, le dijo: “Te amo, pero odio todo lo que representas.” Esa
frase condensaba el drama de su vida: el amor por la justicia enfrentado
a la traición de su clase.
En
prisión dio a luz a su hijo, fruto de su relación con Eddie Gallagher,
miembro del IRA y protagonista de uno de los secuestros más sonados de
la época. Tras su liberación en 1980, Dugdale se estableció en Dublín,
donde continuó colaborando con el movimiento republicano irlandés y
dedicó su vida a causas sociales. Hasta sus últimos días, no mostró
arrepentimiento. En una entrevista en 2014 afirmó: “No hay que olvidar
que eran tiempos muy emocionantes. Parecía que el mundo podía cambiar.”
La
vida de Rose Dugdale plantea una pregunta que resuena más allá de su
historia: ¿puede la justicia alcanzarse a través de la violencia? ¿Dónde
termina la ética y comienza el fanatismo?
Dugdale
representa la contradicción entre la moral individual y la acción
colectiva. Su biografía encarna lo que Albert Camus llamaba la rebelión
que se pervierte: el paso de la protesta legítima a la violencia
redentora, cuando el individuo deja de cuestionar los medios porque cree
que el fin los justifica. Para Camus, el rebelde auténtico lucha contra
la injusticia, pero sin convertirse en verdugo. Dugdale, en cambio,
cruzó esa frontera. Su sentido de la justicia se transformó en un
absoluto que no admitía duda.
Su
radicalidad también dialoga con Simone Weil, quien escribió que “el
deseo de justicia puede volverse injusticia cuando se deja cegar por la
pasión”. Rose no fue una simple terrorista ni una heroína romántica. Fue
una mujer atravesada por la tensión entre la compasión y la cólera,
entre la lucidez moral y la necesidad de acción.
Lo
que impulsó a Dugdale no fue solo la ideología, sino una culpa de
clase. Quiso devolver lo que creía que le había sido robado a los demás.
Su vida fue una búsqueda desesperada de coherencia: no soportaba
pertenecer a un mundo que se sostenía sobre la injusticia. Vendió sus
bienes, renunció a su apellido (*), y quiso convertir su fortuna en un
instrumento de reparación. Pero la historia demuestra que cuando la
redención se confunde con la destrucción, el resultado es trágico.
En
el fondo, su vida puede leerse como una tragedia moderna: una mujer
culta, brillante, capaz de comprender la desigualdad, pero incapaz de
transformar esa comprensión en compasión. Su revolución no nació del
odio, sino del exceso de idealismo. Quiso ser útil, quiso ser justa,
quiso ser libre. Pero la historia como diría Hegel no perdona las
pasiones que olvidan la medida.
Rose
Dugdale murió en marzo de 2024, en un asilo de monjas de Dublín (*). Había
pasado de los bailes de la nobleza a las celdas de prisión, de los
estudios de Oxford al ruido de los explosivos. Su vida fue una espiral
entre el privilegio y la subversión, entre la compasión y la violencia.
Su
figura incomoda porque desobedece todas las categorías: ni víctima ni
verdugo, ni heroína ni villana. Representa esa frontera difusa donde el
idealismo se vuelve peligroso y donde la lucha por la justicia puede
degenerar en dogma.
Rose Dugdale encarnó una verdad amarga: el amor a la humanidad no siempre salva al individuo de su propio abismo moral.
Como
escribió Camus, “quien se entrega totalmente a una idea deja de ver a
los hombres.” Rose quiso liberar a los pueblos oprimidos, pero en ese
intento se perdió a sí misma. Y sin embargo, su historia tan trágica
como fascinante nos obliga a mirar de frente una pregunta que sigue
viva: ¿cuánto estamos dispuestos a sacrificar en nombre de la justicia?
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(*) Nos comenta una persona conocedora del entorno cercano de Rose que ''hay algunos errores en el artículo, nunca renunció al apellido, ni cuando se casó, y no falleció en un asilo de monjas''.

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