Me envía Meritxell Álvarez Mongay esta interesante propuesta para los que estén en Madrid por estas fechas:
'Una luna para los desdichados', dirigida por John Strasberg, se representa en el Matadero (se llama así, pero tranquilos que si no ocurre nada, salís vivos del lugar;-) de Madrid hasta el 27 de mayo.
Mientras Eugene O’Neill estuvo vivo, tener sangre irlandesa corriendo por las venas era requisito indispensable para ser un personaje de A Moon for the Misbegotten. Eso garantizaba al dramaturgo norteamericano que las criaturas que se había imaginado parecieran irlandeses de verdad sobre el escenario.
Que se sepa, ni José Pedro Carrión, ni Eusebio Poncela ni Mercè Pons tienen familia en Irlanda; pero en Una luna para los desdichados, que se representa en las Naves del Español hasta el 27 de mayo, demuestran que los españoles también saben emborracharse y sobrellevar sus desgracias con un humor salvaje.
Wiski, guasa y amor
Esto es lo que hacen en una granja destartalada tres inmigrantes irlandeses asentados en Pensilvania: Phil Hogan (José Pedro Carrión), su hija Josie (Mercè Pons) y el terrateniente Jim Tyron (Eusebio Poncela) que, en realidad, no es otro que el hermano mayor del propio autor, a quien O’Neill dedica como elegía la última obra larga que escribió. El personaje ya aparecía en Largo viaje hacia la noche, obra autobiográfica por la que el dramaturgo ganó uno de sus tres Pulitzers. Pero en Una luna para los desdichados han pasado más de diez años y Jim Tyron se presenta ahora como un borracho mujeriego que, entre trago y trago, quiere olvidar el pasado y se enamora de la descomunal hija de su arrendatario.
Descomunal según las indicaciones que Eugene O’Neill dio: el Premio Nobel de Literatura quería a una Josie pechugona, con caderas prominentes y piernas y brazos fuertes. Sólo sus medias medirían uno cincuenta, pesaría unos ochenta y tendría una nariz respingona que probara su descendencia irlandesa. Pero el director John Strasberg no ha tenido muy en cuenta las medidas que hace casi 70 años propuso el escritor, pues para tener un marimacho así se necesitarían, como mínimo, dos o tres Mercès Pons.
La versión
“Yo quería poner en pie un montaje moderno, sin atender, como es costumbre, a las descripciones tan detalladas que O’Neill escribió en sus muy exhaustivas y copiosas acotaciones –explica el director de esta adaptación –. El único dramaturgo que tiene más acotaciones que O’Neill es Beckett, y cuando uno lee a Beckett, ¡tiene dolor de cabeza!”
Ni la cabaña con su bañera de hojalata, ni el Old McDonald had a farm que cantan borrachos, grillos y pajaritos parten de las escrupulosas anotaciones del dramaturgo; sin embargo, Strasberg considera que su montaje es fiel al espíritu del autor. “Para mí, ser fiel es acercar la obra a la gente que va a estar sentada en la sala. Otros dirán que ser fiel es traducir literalmente, palabra por palabra; pero esto no es ser fiel: es ser tonto.” Y, añade: “Yo no voy al museo para ver una manzana; sino para ver cómo un pintor interpreta una manzana. Y en el teatro pasa exactamente lo mismo.”
Para hacer digerible la manzana de O’Neill, la filóloga Ana Antón-Pacheco se encargó de traducir y hacer comprensible el texto. “Es una obra en la que el escritor divaga mucho y es muy repetitivo –constata la traductora –. Era demasiado larga y todos éramos conscientes de que había que cortar.”
Así, con la ayuda del director y de los actores, redujo el espectáculo a 150 minutos, divertidos los primeros, dolorosos los últimos. “Si leéis otras adaptaciones de la obra de O’Neill son un coñazo impresionante –reconoce Eusebio Poncela –. La versión de Ana es muy cercana, y no sé si ella se habrá puesto tan trompa como yo en escena, pero ha sabido captar el lenguaje de los alcohólicos a la perfección.”
La herencia del Bourbon
Al igual que el personaje de Poncela, Eugene O’Neill empezó a beber a muy corta edad; pero eso en su familia no era ninguna novedad: su hermano ya era alcohólico con 20 años, su madre era adicta a la morfina y su padre se preparaba cócteles para desayunar. Los borrachos de O’Neill beben para olvidar, para no sufrir. Y tan abrazados están a su botella de Bourbon que la trompa no les permite destilar el amor que hay en su interior.
Entonces ríen, bromean y se disputan. El porquero Phil se convierte en un “viejo asqueroso”, Jossie en una “zorra pelandusca” y el inglés millonario de la finca de al lado, en un “hijo de puta”. Ahora no molesta que este lenguaje soez acompañe durante toda la obra al perspicaz humor irlandés, pero que los Hogan soltaran tantas palabrotas incomodó, el día del estreno, a sus compatriotas, pues muchos de los irlandeses estadounidenses que acudieron al teatro en 1947 abandonaron sus butacas, escandalizados, en el segundo acto.
La pieza no se representaría en Broadway hasta 10 años después de su estrepitoso fracaso. “Una luna para los desdichados ha sido ignorada durante largo tiempo, al considerarla una obra menor; sin embargo, es mi favorita –reconoce John Strasberg –. Es la que encuentro más hermosa, plena de romanticismo y de poesía.”
Poco importa que los actores sean irlandeses o no, que se hayan cortado páginas o que Jossie esté más delgada. El caso es que, a la luz de la luna, sepan mofarse, empinar el codo y transmitir la tortura, las ilusiones y el desarraigo que sufren la familia Hogan, Jim Tyron y su desdichado creador.
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